EL GUARDIÁN en «Antígona»

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Acto I, Escena III - El Guardián y Creón.

GUARDIÁN: Rey, no diré sin duda que he venido, jadeante, con paso rápido y apresurado. Me he retardado, presa de muchas inquietudes, y volviendo frecuentemente atrás en mi camino. En efecto, me he dicho no pocas veces: «¡Desdichado! ¿por qué correr a tu propio castigo? ¿Pero te detendrás, desventurado? Si Creón sabe esto por algún otro, ¿cómo escaparás de tu pérdida?» Dando vuelta a estas cosas en mi mente, he marchado con lentitud, de modo que el camino se ha hecho largo, aunque sea corto. Por fin, he resuelto venir a ti, y, aunque no refiera nada de cierto, hablaré, sin embargo. En efecto, vengo con la esperanza de no sufrir más que lo que el destino ha decidido. […] Quiero ante todo revelarte lo que me concierne. Yo no he hecho eso ni he visto quién lo ha hecho. No merezco, pues, sufrir por ello. […] El peligro inspira mucho temor. […] Te diré todo. Alguien ha sepultado al muerto y se ha ido después de haber echado polvo seco sobre el cadáver y cumplido los ritos fúnebres con arreglo a la costumbre. […] No lo sé, porque nada había sido cortado con la pala ni cavado con la azada. La tierra estaba dura, áspera, intacta, no surcada por las ruedas de un carro; y el que ha hecho la cosa no ha dejado huella. En cuanto el primer vigilante de la mañana nos hubo dado a conocer el hecho, éste nos pareció un triste prodigio. El muerto no aparecía visible, sin que estuviese encerrado bajo tierra, sin embargo, sino enteramente cubierto por un polvo ligero a fin de escapar a toda profanación. Y no había señal ninguna de bestia fiera o de perro que hubiese venido y arrastrado el cadáver. Entonces, comenzamos a injuriarnos, cada guardián acusando al otro. Y la cosa hubiera acabado a golpes, porque nadie había allí para evitarlo, y todos parecían culpables; pero nada estaba probado contra nadie, y cada cual se justificaba del delito. Estábamos dispuestos a coger con las manos un hierro enrojecido, a atravesar las llamas, a jurar por los Dioses que no habíamos hecho nada, que no sabíamos ni quién había meditado el crimen, ni quién lo había cometido. En fin, como buscando no encontrábamos nada, uno de nosotros dijo una palabra que hizo que bajásemos todos la cabeza de terror; porque no podíamos ni contradecirla, ni saber si aquello se volvería felizmente para nosotros. Y esta palabra era que era preciso anunciarte la cosa y no ocultarte nada. ¡Esta resolución prevaleció, y la suerte me ha condenado, a mí, infortunado, a traer esta gran noticia! Estoy aquí contra mi voluntad y contra la de todos vosotros. Nadie gusta de ser mensajero de desgracia. 


Sófocles

Sófocles (496 a. C. - 406 a. C.) fue un drammaturgo griego. Es una de las figuras más destacadas de la tragedia griega. De toda su producción literaria, solo se conservan siete tragedias completas.





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